Elección de jueces del TC (II): del saber jurídico al interés partidario
Artículo publicado el martes 9 de julio en Consulta Previa.
Fue la Constitución Federal brasileña de 1988 con la cual el gigante sudamericano entró, después de muchos años, en una nueva era democrática. Se trata de un texto muy extenso y meticuloso, propio de los documentos constitucionales que buscan impedir por cualquier motivo la aparición de una nueva dictadura.
Al tratar sobre el Supremo Tribunal Federal, órgano vértice del Poder Judicial brasileño, la Constitución señala que sus miembros –que llevan el título de “ministros”– son escogidos por el Presidente de la República, condicionada a la aprobación por mayoría absoluta del Senado Federal, al igual que ocurre en Estados Unidos para el caso de los justices de la Supreme Court.
Pero el presidente brasileño no tiene carta blanca para la elección de los ministros del STF. El artículo 101 dice ellos deben tener un “notable saber jurídico y reputación sin mancha”. La Constitución Federal quiere que los once jueces más importantes de país sean juristas y que sean probos. Y a pesar que se trata de una cláusula general, por tanto vaga, es claro que existe un parámetro objetivo para cuestionar las elecciones que el presidente realice, aunque parece no ser suficiente para evitar que primen intereses políticos.
En efecto, Luiz Inácio “Lula” da Silva, a pocos meses de terminar su mandato, eligió a José Antonio Dias Toffoli, uno de los fieles abogados del Partido dos Trabalhadores (PT), participante activos en tres campañas de Lula, envuelto en no pocos procesos judiciales y, a lo que parece, de una muy discutible aptitud académica. Asimismo, una vez que Dilma Rousseff llegó a la presidencia, para nadie es un secreto que la elección del primer ministro del STF que le correspondió (Luiz Fux) tuvo como principal motivación ganar un voto que contrarreste el conocido proceso del Mensalão, que terminó por aniquilar el prestigio del partido de gobierno… pero Fux acabó por colocarse en contra de los intereses del PT.
Y después de muchos meses de incertidumbre, hace algunas semanas Dilma escogió a Luís Roberto Barroso como nuevo miembro del STF. Aunque Barroso, a diferencia de Toffoli, es un jurista de renombre, qué duda cabe que pesó en su designación el hecho de su cercanía con el PT al punto de haber patrocinado a Cesare Battisti, el izquierdista radical italiano cuya extradición, a pesar de la existencia de un tratado con Italia, fue denegada por Lula, lo que generó un grave escándalo internacional.
La Constitución peruana de 1993 no tiene ninguna regla especial que exija a los congresistas de la República que la elección de los miembros del Tribunal Constitucional se oriente según su notable saber jurídico y su probidad, como lo hace la Carta brasileña. El artículo 201 se remite al artículo 147 que establece los requisitos para ser juez supremo, el cual tampoco orienta el criterio de la elección. No obstante, para ser juez supremo en el Perú se debe pasar por un riguroso proceso de selección ante el Consejo Nacional de la Magistratura, el cual evalúa el saber jurídico y las cualidades morales de los candidatos. Sin duda una regla como aquella, para elegir a los miembros del TC, sería de gran ayuda.
Cabe preguntarse, sin embargo, si la mencionada regla realmente debería existir para que nuestros congresistas decidan colocar en el TC a ciudadanos cuyos conocimientos jurídicos sean notorios y que su probidad sea a carta cabal, en vez de privilegiar intereses partidarios o amiguismos. En efecto, de los seis jueces que, al parecer, podrían ser los nuevos miembros del TC producto del “consenso político”, tres de ellos no llegarían precisamente por sus méritos académicos. Me refiero a Cayo Galindo, Víctor Mayorga y Rolando Sousa. Sin desmerecer su trayectoria como abogados y políticos, existen otros nombres que podrían aportar mucho más, precisamente porque su conocimiento jurídico es mayor y –quizá también– su reputación.
Pero mucho más preocupante es la vinculación que los dos primeros tienen con el Partido Nacionalista y el último con el fujimorismo. Insisto: no es que sea negativo que ciudadanos con experiencia política lleguen al TC. Eso podría ser inclusive beneficioso, principalmente para ponderar el impacto de las decisiones en la gobernabilidad del país. Sin embargo, el sólo hecho de pensar que sus criterios jurídicos se orientarían para proteger los intereses de su partido o, peor aún, desempeñar una lista de tareas encomendada por aquellos que los eligieron, haría que la ya mermada institucionalidad del TC se vea seriamente comprometida.
La elección de los jueces del TC parece estar llegando a su fin, y la suerte está echada para aquellos que hubiésemos querido ver otros nombres en el ruedo. Pero, a la misma vez, debe ser el comienzo de un serísimo debate político y académico sobre cómo mejorar los mecanismos de elección de un cargo tan importante para el adecuado funcionamiento del ordenamiento jurídico. Para nuestra mala suerte, ha quedado demostrado que el Congreso no está a la altura de las circunstancias. Y ello seguirá pasando factura si no es modificado en el futuro.