«Activismo judicial»: un discurso manipulador

manipulacionDesde hace muchos años el «activismo judicial» ciertamente es un tema de moda, que ha trascendido fronteras y ha influenciado, en forma determinante, no sólo a la doctrina especializada, sino también la propia labor de la jurisprudencia, principalmente de los tribunales encargados de la defensa de la Constitución, sea que pertenezcan o no al Poder Judicial. En líneas muy apretadas, el «activismo judicial» se asocia con una protección intensa de los derechos fundamentales -aún a costa de desconsiderar abiertamente normas infraconstitucionales- por parte de jueces que asumieron un rol tutelar y protector de la Constitución, y, asimismo, con una posición sumamente progresista.

Esto aparentemente no tendría nada de malo si la realidad, en el Perú, no demostrase otra cosa: el «activismo judicial» ha devenido en una justificación en sí mismo que legitima al Tribunal Constitucional (TC) a hacer y deshacer a gusto y placer. Se trata, indudablemente, de una posición que fue promovida a partir de la presidencia de César Landa Arroyo, echando mano de discursos jurídicos muy cuestionables, como el caso de la llamada «autonomía procesal». Ciertamente el «activismo judicial» posee un trasfondo teórico muy complejo, como por ejemplo, desde una perspectiva iusfilosófica, entender que el juez trabaja con valores (lo cual, en mi opinión, es falso); o, desde una perspectiva de teoría del derecho, un absoluto esceptiscimo y discrecionalidad al momento de interpretar textos normativos.

No obstante, además de ello, el «activismo judicial» prácticamente se ha convertido en una palabra talismán; es decir, tiene un valor lingüístico propio tan intenso que es capaz de invalidar cualquier tipo de cuestionamiento que se le dirija. O sea, aquel que no apoya el «activismo», teniendo en cuenta que éste trae consigo la protección de derechos fundamentales y aquella concepción progresista, equivaldría prácticamente a ser un conservador que niega la importancia de la tutela efectiva de los derechos fundamentales. Vistas así las cosas, el «activismo», por tanto, no es más que un discurso manipulador.

En mi criterio, poco se ha pensado sobre las implicancias semánticas de ese «activismo». Que el TC (o, de ser el caso, el Judicial) desempeñen una conducta activa o pasiva no tiene nada que ver con la intensidad (subrayo esa palabra) con que puede ofrecer una tutela efectiva, adecuada y tempestiva en un caso concreto. Y ello porque también es posible ofrecer una tutela idónea -o, mejor, decidir correctamente- sin distorsionar, por ejemplo, la separación de poderes o el principio de legalidad (que también son principios constitucionales curiosamente ignorados por muchos constitucionalistas que escriben sobre derecho procesal). Siempre es posible realizar una densificación de los derechos y principios fundamentales teniendo en cuenta la presunción de constitucionalidad que, por naturaleza, poseen las normas infraconstitucionales. Por su parte, en sede de control de constitucionalidad, un caso típico es la aplicación de la técnica del self-restraint, en donde el tribunal decide privilegiar las decisiones tomadas a través de la democracia deliberativa a fin de evitar adoptar una decisión que pueda trastocar gravemente la separación de poderes.

Al final del día, pienso que el «activismo judicial» se manifiesta cuando el TC (o el órgano que haga de sus veces), ante una decisión correcta del legislador, acorde a la Constitución, adopta otra, pretendidamente «más acorde a los derechos fundamentales». Existe, por tanto, una especie de sustitución: el TC es capaz de imponer lo que él entiende correcto, sin límite alguno, a cualquier tipo de decisión adoptada por el legislador, poco importando el nivel de consenso que ella motivó. Así, partiendo de esa estricta premisa, el «activismo judicial» es siempre y en cualquier circunstancia negativo porque, entre otras razones, desnaturaliza completamente el ejercicio del poder político y trastoca las competencias asignadas por la Constitución.

Ya es moneda corriente las distorsiones que el TC ha realizado en los procesos regulados por el Código Procesal Constitucional e, inclusive, por la propia Constitución. El caso de la restricción a la procedencia del recurso extraordinario (ahora «recurso de agravio constitucional») contra las sentencias denegatorias en segundo grado en los procesos de hábeas corpus, amparo, hábeas data y cumplimiento) es alarmante: un buen día el TC decidió que las sentencias estimatorias también estaban sujetas al RAC.

Por su parte, cuando el TC dice «yo voy a crear una ‘apelación por salto'» que no tiene ninguna previsión en el procedimiento legalmente previsto no hace más que usurpar funciones que no le corresponden. Sin embargo, ¿puede el TC hacer y deshacer a su antojo las decisiones del legislador? ¿Qué acaso no tiene límites? ¿Será que el necesario equilibrio entre los poderes no lo incluye (porque, al fin y al cabo, es uno más)? Esas respuestas develan cómo es que entendemos el funcionamiento del Derecho en nuestro país.

Last but not least, vemos que nuestros problemas son más que preocupantes cuando corrobaramos la paupérrima argumentación jurídica empleada en los diversos casos que el TC  se coloca en una postura activista. Y este «activismo judicial», en connivencia con un neoconstitucionalismo radical que pregona un desprecio absoluto por la legislación infraconstitucional (en general, por todo lo «no-constitucional»), únicamente puede generar caos, desorden e impredictibilidad en nuestro ordenamiento jurídico.

Pero claro, esto parece ser poco para las «bondades» que ofrecen el «activismo judicial» y su inherente discurso manipulador.

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