Kenji Fujimori y el Congreso leguleyo, por Heber Joel Campos

Foto: La República

Escribe: Heber Joel Campos Bernal

Profesor ordinario en la PUCP

Los procedimientos parlamentarios son complejos y a veces los políticos los dificultan mas cuando quieren avanzar intereses que colisionan con el interés público y el sentido de la Constitución.

Esto es precisamente lo que sucedió ayer con la votación para la acusación constitucional contra los congresistas Kenji Fujimori, Guillermo Bocangel, y Bienvenido Ramírez.

Lo que la mayoría congresal hizo ayer, adelanto, es groseramente inválido, y pasará al canon de las peores (y leguleyas) interpretaciones de la Constitución y el Reglamento del Congreso de las que tengamos memoria.

Explicar esto será como desenredar una bola de hilo, pero haré el intento. Si al final mi explicación no es clara, no es culpa mía. Los interpretes de estas normas se han esforzado por darles un sentido abstruso.

Ahí voy.

El artículo 100 y el artículo 89, i) del Reglamento del Congreso son muy claros (en el papel). Según ambas disposiciones normativas para aprobar una denuncia penal y una suspensión en el marco del antejuicio político se requiere la mitad mas uno del numero de miembros del Congreso sin considerar a los miembros de la Comisión Permanente. Si el número de miembros del Congreso es 130, y el de la Comisión Permanente es 30, entonces tenemos 100 congresistas, la mitad mas uno de esa cifra es 51. Más claro ni el agua, cierto?

Del mismo modo, para aprobar una sanción ya sea de separación, inhabilitación o suspensión del cargo se requiere contar con los 2/3 del número de miembros del Congreso sin considerar a la Comisión Permanente. Si el número de congresistas es 130 y el de la Comisión Permanente 30, nos quedan 100 congresistas. 2/3 de 100 es 67. De nuevo, hasta aquí todo parece prístino y cristalino como el agua de manantial.

Las cosas empiezan a tornarse oscuras cuando se impone un criterio dizque desarrollado en anteriores casos en los que se aprobó una acusación constitucional contra un congresista. Según dicho criterio, los miembros de la Comisión Permanente que no podían votar en el Pleno eran solo aquellos que no votaron «efectivamente» en la Comisión Permanente. De tal suerte que si los miembros de la CP son 30, pero solo votaron 15 de ellos, entonces, los otros 15 que no votaron sí podían hacerlo en el Pleno.

Como parece evidente esa es una primera lectura sesgada de lo que señalan las normas procedimentales aplicables a este caso. En ningún lado la Constitución ni el Reglamento discriminan entre los que votaron en la Permanente, y los que no, estas normas simplemente indican que los miembros de la Permanente no pueden votar en el Pleno.

Pero ahí no termina la historia. Hay una segunda lectura arbitraria de la Constitución y el Reglamento. Esta señala que el número para aprobar la denuncia penal y la suspensión en el marco del antejuicio político, y la sanción de separación, inhabilitación y/o suspensión de un congresista en el marco del juicio político se mantienen tal como se indicó arriba, es decir, 51 y 67 votos, pese a que el número de congresistas hábiles para votar se incrementa y pasa de 100 a 115. Esto, claramente, nos lleva a convalidar absurdos como que la mitad mas uno de 115 es 51 y no 59, o que 2/3 de 115 es 67 y no 75.

El argumento de los que avalan esta posición es que existen «precedentes», y que la costumbre parlamentaria es fuente del derecho. Frente a esos «argumentos» opongo lo que mis alumnos de primer ciclo de derecho saben bien, que los «precedentes» pueden ser modificados por nuevos «precedentes» siempre que se trate del mismo órgano, que una mala práctica por el mero hecho del paso del tiempo no se convierte en absoluta, y que ninguna costumbre puede estar por encima de la ley y la Constitución. Si alguien sostiene que una costumbre no se opone a una norma de rango superior, debe dar razones que prueben ello, y no, simplemente, invocar la presunta autoridad de esa costumbre.

Como parece obvio de todo lo anotado hasta aquí, lo que ocurrió ayer supone una vulneración flagrante al debido proceso y envia una alerta muy clara sobre la necesidad e importancia de preservar el adecuado funcionamiento de nuestras instituciones, por muy maltrechas que estén.

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