Fernando Lugo también tiene derecho a un proceso justo

No cabe ninguna duda que el tema de la destitución de Fernando Lugo -y sobre todo, la célere respuesta de la Corte Suprema paraguaya– merece aunque sea unas breves palabras. No obstante, en esta oportunidad no hablaré sobre la coyuntura política ni sobre temas de derecho constitucional (como el juicio político), sino sobre precisamente lo que Lugo consideró que había sido violado por el Senado paraguayo: su derecho al debido proceso.

Dicen los jueces paraguayos sobre el juicio político: «(…) como se trata de un procedimiento que técnicamente no es jurisdiccional, las garantías propias del proceso judicial, aunque puedan ser aplicables, no lo son de manera absoluta sino parcial». Esta afirmación refleja un lamentable e impune desconocimiento de la importancia del derecho fundamental al proceso justo (término que, en mi opinión, es preferible a «debido proceso legal» y que engloba todos los derechos fundamentales procesales) en el marco del Estado Constitucional.

El complejo tema del derecho fundamental al proceso justo se puede abordar de muchas formas, pero una de ellas me parece la más pertinente, más aún teniendo en cuenta los otros fundamentos esgrimidos por esos jueces: se trata de la diferencia entre proceso y procedimento. Según lo que se desprende del entendimiento de los jueces paraguayos, el primero lo identifican con el ámbito jurisdiccional, mientras que el segundo no, por tanto, el derecho fundamental al proceso justo se aplica a aquel y no a éste.

No obstante, en mi opinión, a partir de la fundamental obra «Istituzioni di diritto processuale civile» de Elio Fazzalari, la doctrina procesalista más autorizada concibe la categoría «proceso» como un procedimiento en contradictorio. A ello se le debe sumar, evidentemente, las exigencias propias del Estado Constitucional, como la colaboración entre juez y parte, el derecho de influencia, etc. Y un procedimiento, por su parte, es un acto jurídico complejo que, mediante un conjunto dialéctico de actos, apunta hacia un acto final. Procedimiento, por tanto, es el género, mientras que proceso es la especie. Siendo ello así, se pueden inferir dos cosas: i) no existe proceso sin contradictorio, y ii) «proceso» no se limita al campo jurisdiccional, sino abarca al estatal en general (procesos legislativos y administrativos) y privado (arbitraje, asociaciones, sociedades, etc.).

A partir de ambos aspectos sigue la conclusión: es evidente que el derecho fundamental al proceso justo y sus manifestaciones particulares (contradictorio, igualdad, defensa, prueba, motivación, etc.) se aplica a todo y cualquier proceso, salvo particularidades propias, como sucede, por ejemplo, en el arbitraje, donde no hay publicidad y se puede prescindir de la motivación. No obstante, todo proceso debe conceder al demandado, entre otras cosas, la posibilidad de una defesa adecuada y proporcional a los hechos imputados por el actor y, además, en un plazo razonable. En este caso, es claro que no hubo esa adecuación, proporcionalidad ni razonabilidad, más aún teniendo en cuenta que las causas por las cuales el Senado le atribuía un «mal desempeño en sus funciones» eran gravísimas. ¿Serán 24 horas suficientes para demostrar la inexistencia de responsabilidad política por muertes de campesinos? Aún sin existir un plazo expresamente previsto en la Constitución o en la legislación infraconstitucional, el Senado paraguayo debió garantizar a Lugo una defensa plena. No obstante, es claro que esta actitud se debió a factores exclusivamente políticos.

Finalmente, teniendo presente que el Senado en este juicio político fue juez y parte, ¿a quién le correspondía controlar la constitucionalidad de ese procedimiento y reparar la vulneración efetiva de los derechos fundamentales de Lugo? Pues a aquellos que dijeron, nada más y nada menos, que un Presidente Constitucional de la República no tiene derecho a defenderse cuando el Senado lo quiere expectorar.

 

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